domingo, 19 de diciembre de 2010

Deseo

Y fue fugaz, rápido, no hizo falta mucho más que una mirada para que ardiera de deseo. Una ojeada de nuevo y su sonrisa fue demasiado. Aire, necesitaba aire, respirar, pensar en otra cosa, en cualquier otra cosa. Dejar el bolso, mirar el móvil, coger la cámara, quitarse la chaqueta... y volver a entrar, volver a verle. Cosas del destino mi lugar estaba enfrente, sentada delante de él, a unos dos metros, él apenas reparaba en mí, como siempre, mejor quizás, pero yo si reparé en él, y mucho. Miré a todos los presentes, analizándolos por encima, intentando recordar sus caras y sus nombres, pero él... me daba igual su nombre, su edad o su manera de ser, aquello era demasiado, demasiado fuerte para tener sentido. No fue su físico, o quizá eso fue sólo el principio, no puede decirse que no fuera interesante, agradable a la vista, en definitiva, atractivo, pero no era eso. Era su carácter, su manera de mover las manos, de sonreír, los ojos, la mirada, la voz... era todo, cada cosa ponía un grano de arroz más en la pila y estaba por derramarse. Descubrir su edad no hizo más que aumentar mi interés, las comparaciones empezaron, y el deseo de seguir mirando, seguir preguntando, seguir mirándolo. Su manera de caminar, cómo quedaban sus tejanos, como fumaba, como reía. Todo. Absolutamente todo. Me fijé en sus ojos, un poco ambarinos, como los míos, sólo a la luz. Su incipiente manera de reír, su voz segura y tranquila y su carácter quizá fuerte, quizá seguro, como escondiéndose de algo, como un poco fachada de algo más que no ha de verse, no ha de notarse. No era un niño, eso seguro. Daba igual su edad, era un hombre, todo un hombre. Como diría yo en cualquier momento, ¡qué hombre! Realmente sí, lo era. Luego empezaron las sonrisas, las pequeñas conversaciones que quería alargar sin sentido, alguna mirada furtiva, las canciones, los bailoteos, la necesidad de sentirle cerca... pero todo era en vano, era como ser transparente y yo lo sabía. No tenía ninguna esperanza de ser visible para él, al contrario, sabía perfectamente que ni siquiera se daba cuenta de mi presencia, de que era equiparable a una mesa o un florero, pero me daba igual. No podía dejar de mirarle o pensar en cómo humedecía sus labios, como sonreía o como hablaba. La noche terminó, todo se desvanecía, y el mundo habría seguido girando como siempre si no fuera porque al despedirse, sus labios rozaron con suavidad y dulzura mi piel, porque al despedirse él, como todos, dio dos besos y pude sentir su calidez, su piel suave. Dos besos que no fueron fugaces o de mala gana, que no fueron por compromiso con rapidez o sin pensar, fueron dos besos. Rozó con su mano mi pelo y esos dos besos fueron como un final feliz de cuento que me hizo sonreír. Cuando no puedes tocar un ángel con tus manos porque te queda muy lejos, el encontrar una pluma de sus alas ya te hace feliz, al fin y al cabo es lo único a lo que puedes aspirar.

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