miércoles, 29 de septiembre de 2010

Ese viernes maldito

Era viernes, otro inútil y aburrido viernes. Me había levantado a las ocho menos diez, como siempre, había desayunado un café bien cargado y un par de galletas de chocolate y había elegido un conjunto elegante y poco vistoso de mi abultado armario. Zapatos de tacón, pelo recogido en un moño, mis gafas y mi pequeño bolso negro. Las llaves del coche, los papeles, las llaves de casa, el monedero y el móvil. Todo listo.
Abrir el garaje, sacar el coche y dirigirme a mi trabajo. A las nueve menos doce minutos ya había aparcado y mi mano sacaba la tarjeta de mi monedero, mientras subía en el ascensor de la derecha a la quinta planta. Entrar con la tarjeta, fichar, dejar el bolso, abrir el ordenador y saludar a Marcia, que era la única que ya estaba en su sitio. Comprobar el correo, avisar a mi jefe de mi llegada, pasar por la planta dos a buscar la correspondencia del día y, como no, llamar a mi hermana María para que se levantara. Las nueve en punto: empezar a trabajar. Por delante cinco horas de trabajo en el edificio y muchas más de trabajo en casa. Otro día más en ese absurdo empleo administrativo, otro día más de corrección, redacción y llamadas sin sentido. Otro día de "Sí señor Gómez", "Por supuesto señorita Biels", "Ahora mismo le paso señoría"... si mi vida iba a ser siempre así, estaba segura de que antes o después un cataclismo interno iba a acabar conmigo y mi cordura, si es que quedaba algo de ella en mí.

En otro viernes absurdo, monótono y aburrido, cambió todo. Me llamaron de la editorial diciéndome que publicarían mi libro ese mismo mes, las pruebas médicas abalaron que mi madre había superado con éxito su cáncer de hígado, María consiguió por fin la custodia de sus hijos, Helena, mi otra hermana, consiguió por fin trabajo en Londres y pudo irse a vivir con su pareja allí... y bueno, yo, a parte de conseguir ese querido sueño de poner mi nombre en un trozo de papel, conseguí lo que más anhelaba en el mundo: encontrar a alguien con quién compartir todos mis sueños, alguien a quien querer más que a nada en el mundo. Ese día te encontré a ti, y nada podría compararse a la felicidad que sentí cuando me miraste por primera vez, la felicidad de esa conexión casi mágica, de esa sonrisa que sólo tú podías sacarme.

Y luego vinieron tantos días felices. Recuerdo la primera vez que oí tu voz, la primera vez que cogí tu mano, la primera vez que me abrazaste, la primera vez que lloré en tus brazos, el primer roce de labios, la primera caricia, el primer atisbo de deseo en tus ojos, el primer te quiero susurrado en mis oídos, la primera discusión, la primera noche juntos, la primera vez que dormí en tus brazos, la primera vez que supe lo que era unirme en cuerpo y alma a otra persona, la primera vez que no podía parar de reír contigo, la primera ducha juntos, la primera cena romántica, las primeras confesiones... tantas, pero tantas cosas. Y lo mejor es que hubo tantas segundas veces, y tantas terceras, tantas cuartas... es una historia sin final, un principio muy claro que sólo tiene presente y futuro, que no acaba, que me contiene por entero, porque eres lo mejor que me ha pasado en esta vida y lo único que puedo decir es que Te quiero como a nada en este mundo y agradezco ese maldito viernes en que te chocaste conmigo y me caí al suelo, ese viernes en que te grité por descuidado, ese viernes que quisiste invitarme a un café para compensarme por ese encontronazo... ese viernes en que empecé a enamorarme de ti.

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